Andaba, yo, por un lugar precioso, de una ciudad excepcional a la que quiero, respeto y venero, rodeado de amigos con el mismo destino, y muchos otros transeúntes más a los que les delataban sus atuendos.
Ibamos contentos, alegres y con la seguridad de estar próximos en el tiempo a ver un buen espectáculo deportivo –miércoles, noche- y, también, por qué no decirlo, de olvidarnos de los problemas que nos acucian diariamente y centrar nuestra atención en conseguir que nuestras aspiraciones, tan siquiera en las próximas dos o tres horas, se hicieran realidad.
Efectivamente, así ocurrió durante un breve transcurso de la competición porque, más o menos hacia la mitad, se truncaron las expectativas de triunfo y toda la alegría y esperanzas de consecución airosa del evento se torció; a partir de dicho momento todo fue angustia, desesperación e impotencia –anímica- aunque algunos presentes también demostraron la física –incluso la síquica- de tal manera que obnubilados por las circunstancias, mamprendieron a aplaudir y alentar la actuación del adversario.
Supongo que ya habréis deducido se trata de la incomprensible actitud de los que mal se autoproclaman seguidores e hinchas de un equipo –por ejemplo, de fútbol-, que aplauden los aciertos del contrario y critican la actuación de “su” equipo.
Comentar, debatir y criticar un partido de fútbol, incluso en Fallas, es costumbre sana y muy española; dejar de animar a tu equipo es, incluso, hasta razonable y conveniente, en determinados y muy puntuales momentos; pero aplaudir al equipo contrario es actitud insólita, intolerable, mezquina, ruin y merecedora de la más agria de las críticas.